18 julio, 2012

Mi manera de vivir, mi manera de ser feliz


“Lo único que siempre me mantuvo al margen de la frustración fue River. River es otra cosa. River no pierde nunca, River es más fuerte que las angustias que llevo dentro. River le gana a los miedos que no le cuento a nadie. River fue mi revancha cuando los jefes me basureaban. River era mi alivio semanal cuando tenía 19 años y un vacío existencial. River me fascinaba cuando yo me odiaba. River es un refugio para mí. River es la revancha de quienes están en un hospital, una cárcel o una comisaría. River es el lujo de los que no tienen 1,25 para el bondi. River es nuestra garantía semanal de triunfo, de grandeza, de reivindicación. Te pones un buzo de River y caminás por la calle, hasta cartoneás por la calle, como un campeón. Siempre fuimos eso: campeones. Los perdedores son otros.
Y de repente River se puede ir a la B. Y si River desciende, mi único costado irrompible se desvanece. Tendré que seguir soportando mis fracasos diarios, pero ya no estará River como actor desagraviante.”

Gran párrafo extraído del libro “Ser de River” de Andrés Burgo. Un libro que comencé a leer y me atrapó de tal manera que en pocos días ya había llegado al final. Muestra una gran historia de amor pero a diferencia de la mayoría de esas historias, ésta tenía un final diferente, no comeríamos perdices. Tal vez me atrapó tanto porque no sólo es la catarsis del propio sufrimiento del autor en el vía crucis sino que es el retrato exacto de cómo vivió esos años cada uno de nosotros. Lo leía en los viajes en tren y podía sentir varias miradas posadas sobre el libro. Algunas eran con orgullo, otras eran de esas que te sobran, de esas que se creen mejor que uno por el momento en el que a cada uno le toca transitar actualmente. De cualquier manera, me gustaba sentir ese orgullo cada vez que sacaba el libro de la cartera.

Con respecto al párrafo, me siento totalmente identificada y estoy segura de que a muchos más les pasó lo mismo cuando lo leyeron. El descenso me dolió mucho y lo lloré mucho, incluso sigue siendo una herida abierta. No puedo negar que a nivel personal me han pasado cosas peores, pero en esos momentos, esperaba el domingo y entonces ahí estaba River para regalarme una sonrisa y todo lo que pasaba dolía un poquito menos. Siempre estuvo ahí River, conmigo. Si me caía, River me ayudaba a levantarme. River es ese amigo que siempre está, que no necesitas llamar cuando estás mal porque ya lo sabe y no sólo te acompaña sino que también te regala una alegría. River me hacía feliz en esos 90 minutos, porque me hacía olvidar de todo lo malo que podía estar pasándome. River curaba las tristezas, el cansancio, el sueño, los dolores. RIVER ME HACE VIVIR.
Después de haber transitado este año junto a mi buen amigo, entendí que yo también era amiga de River, que River también podía caerse y que esta vez a mi y a todos los que formamos parte de esta gran familia millonaria nos tocaba ayudarlo a levantarse. Porque Andrés Burgo termina el libro con una frase que me hizo entender a mi también: "no le podía pedir a River que fuera lo invencible que, evidenmente yo no soy"

01 marzo, 2012

Un amor que no entiende de categorías


Si del amor por estos colores se trata, no puedo no recordar aquel 26 de junio de 2011, día en el que entre lágrimas te juré amor eterno. River se había encargado de ser el responsable del mejor día de mi vida y también del más triste.

La semana previa a ese 26 de junio, más allá de ser una semana cargada de exámenes, yo no podía pensar en otra cosa que no fuese en ese día. Iba a la facultad y mi cabeza estaba puesta en ese domingo, caminaba y mi cabeza estaba puesta en ese domingo, miraba televisión y mi cabeza estaba puesta en ese domingo. Mi corazón estaba puesto en ese domingo. No tenía alma, estaba acompañando a mi buen amigo. 

El miércoles 22 de junio, fue el partido de ida, en Córdoba. No recuerdo detalles de dicho encuentro. Lo vi con el corazón en la mano y con un nudo en la garganta. Nudo que tuve en los próximos 4 días y se desató con un grito de gol. Los posteriores a ese partido fueron días en los que estuve ausente. El día siguiente a aquel miércoles era todo desazón. Tenía apenas una pequeña luz de esperanza de poder revertir el resultado. Luz que se fue encendiendo cada vez más y ese corazón que se había quedado acompañando a mi querido River Plate se había llenado de esperanza y de optimismo. Dicen que con los pensamientos uno atrae los hechos, que si uno tiene pensamientos positivos hay mayores chances de que las cosas marchen bien. Se trata de creer o no creer. Y en ese momento yo quería creer que sí se podía. ¿Por qué no? Somos River Plate, sinónimo de grandeza, con 110 años de una historia exquisita. Claro que los últimos años no habían sido el claro ejemplo de ello, pero un grande es grande y nunca deja de serlo.

Llegó el sábado. Si antes no podíamos pensar en otra cosa, ahora menos. Ni siquiera salimos a cenar afuera como solíamos hacerlo. Quisimos ver una película, pero la mente estaba en otro lado. Queríamos que pasen las horas y que llegue el domingo de una vez. No podíamos más con la agonía. Agonía que veníamos soportando desde hace por lo menos 3 años. Y aunque quería que suceda lo mejor, una parte de mi, quería que llegara ese día para acabar con ese suplicio y que para bien o para mal, volviéramos a empezar.

Al fin era domingo. Día que Dios eligió para descansar y paradójicamente nosotros no lo habíamos conseguido hacer. Estaba despierta desde temprano con el iluso pensamiento de estudiar unas horas antes del partido: tenía un parcial muy importante el martes y prácticamente no había podido estudiar nada durante esa semana. Leí dos hojas y ya no pude leer más. Moría de ganas de estar en la cancha ese día. Tenía mucha fe de que sucedería lo mejor, pero en el fondo sabía que si sucedía lo peor, el caos se iba a desatar. Así fue que mi cuerpo se quedó en casa, pero mi corazón estaba allá. A la hora del almuerzo, casi no comí. Se hicieron las 15 hs. Las cábalas que tuve hasta ese día, no habían servido de mucho así que decidí cambiarlas. Cambié hasta el lugar en el que vi los partidos durante años. El estadio explotaba. Como diría mi abuela: no entraba un alfiler. El clima era de fiesta, como si el marcador estuviese a nuestro favor. A los 5 minutos, gol. Quise gritarlo pero no pude. Salté de la silla, le pegué a la mesa y las lágrimas invadieron mis ojos. Eran lágrimas de esperanza, sí se podía. El equipo estaba muy bien y estábamos a un gol de lograrlo.

¡Eso fue penal Pezzotta! El marcador siguió 1 a 0 y con ese penal no cobrado se desató la locura. Una vez más, nos estaban robando, una vez más quién debe cumplir la función de imponer lo justo dentro del campo de juego, nos estaba robando. Quizás si ese penal era cobrado y convertido, nos poníamos 2 a 0 arriba a los 20 minutos del primer tiempo, la historia hubiese sido otra. Quizás hoy, la historia sería otra. Nunca lo sabremos. Todo se descontroló a partir de ese momento y no podíamos dejar de pensar qué hubiese pasado si ese penal hubiera sido cobrado. Las esperanzas empezaron a desvanecerse y perdí la cuenta de la cantidad de Padre Nuestro que recé durante ese partido. Ya no sabía qué hacer. Se destruyeron totalmente las esperanzas cuando el marcador se puso 1 a 1. El silencio me invadió, si decía una palabra, las lágrimas volverían a dominar mis ojos, pero esta vez no serían de felicidad. Me quedé mirando el televisor con los brazos sobre la mesa y la cabeza apoyada en ellos, pero sólo lo miraba, no lo estaba viendo. En el último rincón de mi, estaba esperando que ocurriera un milagro. Penal para River. Ahora ya no servía, faltaban pocos minutos. Todo siguió igual. Tal vez si el penal no cobrado hubiese sido sancionado, tampoco hubiera sido convertido. O sí. Repito, nunca lo sabremos. Apagué el celular y me desentendí de todo. Las lágrimas comenzaron a caer cuando dije ¡qué te hicieron River, qué te hicieron! No recuerdo cuándo dejaron de caer esas lágrimas. Había pasado lo peor. Estábamos en la B y el estadio, entre dolor y lágrimas acompañaba esa fría tarde de invierno con un “Soy de River, de River, yo soy”. Mientras tanto los inadaptados de siempre rompían mi casa, nuestra casa, y yo que no podía pensar en otra cosa que no fuese dolor, lloraba en los brazos de mi papá. Parecía una nena de 5 años que había tenido una pesadilla. Lamentablemente, esta vez no lo era, era una dura realidad que nos estaba golpeado. Mi papá no sabía cómo consolarme y me decía “viste, no era bueno ser tan fanática”, mientras yo sentía que ahora amaba mucho más a esos colores. Para él también era una exageración mi amor por la banda. Y muchos otros también lo habrán pensado porque para mi (y para muchos más) era un momento terrible, en donde no había lugar para las cargadas, en donde un verdadero hincha de cualquier otro equipo, entendería que no era momento. Sentía que era una situación en la que un buen amigo estaba en estado en coma, situación que no amerita ningún tipo de cargadas y en donde River me necesitaba más que nunca. ¿Cómo no iba a estar si él me regalo tantas sonrisas y tantas alegrías? Así lo sentí yo y así lo sintieron varios de mi alrededor. Claro que nunca faltan los que entienden muy poco de amor a la camiseta y caen en la bajeza de escribir el nombre del glorioso River Plate con faltas ortográficas. Se pronuncia igual y yo lo siento igual. Para mí, River es así de importante. Cuando canto “River, vos sos mi vida” verdaderamente lo siento así.

A las horas de ese terrible momento, encendí el celular y comenzaron a llover mensajes de amigos y familiares para ver si me encontraba bien, ya que todos creían que estaba en el Monumental. Al ver las imágenes no podía creer lo que había pasado y no podía creer cómo había quedado mi casa. Pasó un tsunami por ahí. Parecía una escena cinematográfica dirigida por Spilberg. Todo estaba destruido. Mi corazón también. Me aseguré de que todos estuvieran bien y sin comer, casi sin hablar, me fui a intentar dormir. La noche anterior no había podido hacerlo por ansiedad, esta era por tristeza. No pude ver televisión al día siguiente y lo que era aún peor, no había podido leer nada y el martes era el parcial. Y eso no era justamente lo que me quitaba el sueño. Tal vez el milagro ocurrió ahí porque aprobé inexplicablemente. 

Nos robaron. Nos quitaron todo. Nos destruyeron. Mi intención no es hacer política pero todos sabemos que esta destrucción tiene nombre y apellido (o varios). Lo único que nos dejaron, además de interminables deudas, fue esta profunda tristeza a nosotros, los que amamos con todo lo que somos a este club, los que dejamos muchas cosas sólo por verlo, los que siempre vamos a estar.

Cuando creía que no podía amar más a estos colores, llegó esta dura realidad. Hoy, mi amor se triplicó, tri como esos tres tricampeonatos ganados alguna vez. A la distancia puedo ver que el destino estaba marcado, por alguna razón tenía que ser así y teníamos que atravesar este duro momento. También puedo ver que ahora el único objetivo que tenemos es devolver a River al lugar que se merece. Sé que lo vamos a lograr porque River es grande y uno no es grande por no caer nunca, sino por caerse y saber levantarse.

Nunca más pude ver ni escuchar nada de aquel 26 de junio. Cada vez que voy a la cancha, hay una canción que me recuerda ese día, entonces hago silencio y prefiero no cantarla, todavía no puedo hacerlo. Con el tiempo la herida se curará pero la cicatriz se quedará para siempre, recordándonos que fue a nosotros, a nuestras generaciones, a las que les tocó vivir el peor momento de la historia de nuestro club; para contarles y enseñarles a nuestros hijos y nietos que en los peores momentos, sabemos con quienes contamos. Y River Plate sabe que cuenta con 15 millones de personas, que desde todos lados del mundo, acompañan este difícil momento que le toca atravesar a nuestro buen amigo. Acompañamiento que merece un capítulo aparte.

23 febrero, 2012

Desde la primera vez que uno pone un pie en la vereda del Monumental, no puede imaginarse la vida sin la banda.

 

Frase muy cierta del gran Ignacio Copani. Cada religión tiene un templo y este es el nuestro. El Monumental. Mi casa, mi lugar en el mundo. Muchos podrían decir que es una exageración, no lo comparto pero tampoco los contradigo. Recuerdo que cada vez que pasábamos por Figueroa Alcorta y luego doblabamos por Udaondo, mi papá descendía la velocidad y yo miraba el estadio maravillada, con los ojos brillosos, como si estuviese frente a una juguetería. Así era cada vez que pasaba por el Monumental. Y cada vez que teníamos que ir a Capital, a la vuelta siempre le decía lo mismo a mi padre: "Vamos a pasar por la Gloria hoy, ¿no?". La Gloria, así lo llamaba al Monumental de chiquita. Quizás era porque al pasar por ahí el corazón empezaba a latir más fuerte y sentía una emoción única, no lo sé. Uno de esos días que volvíamos de Capital, mi papá estacionó el auto en el anterior estacionamiento de Figueroa Alcorta y Udaondo. Bajamos y yo caminaba sólo mirando para arriba. Llegamos a la entrada principal del club y ahí le preguntó al señor de seguridad qué días y en qué horarios se podía ingresar. Nos informó sobre la visita guiada y al otro día, martes, estabamos ahí los dos, junto con mi primo Nico y mi tío, listos para entrar al mejor lugar del mundo. Entramos por el hall central, lo primero que vi fueron las copas. Comenzamos a recorrer el anillo y luego de pasar por la puerta del vestuario, el guía se frenó ante una puerta y dijo "vayamos ingresando por acá". Era el mismisimo campo de juego ¡estaba adentro del Monumental! No podíamos creerlo. Fue un día extraordinario que culminó con una merienda en la confitería del club y como si fuera poco, con una entrada para ir a ver River contra Nacional por la Copa Libertadores. Había sido el mejor día de mi vida.

Llegó el jueves. Con mucha emoción y con la camiseta puesta desde temprano partimos hacia Núñez. Veníamos por General Paz, bajamos en Libertador y no podía creer ver tantas camisetas de River caminando por la vereda, por la avenida. Por todos lados había hinchas de River. Era increible. Los autos y los colectivos tenian banderas flameando. Estacionamos donde pudimos y empezamos a caminar entre banderas y camisetas. Llegamos a la puerta principal nuevamente, ingresamos y subimos las escaleras del hall. Lo que se siente en ese momento es algo mágico e inexplicable. Es una mezcla de adrenalina, locura, amor incondicional; es tal lo que se siente que mientras subís las escaleras parece como si uno mismo entraría a jugar y a defender esos colores. Inmediatamente estábamos en la San Martín baja. Estaba muy cerca del campo de juego, a la derecha tenía la popular llena de banderas y bengalas. Mi papá dice que no me alcanzaban los ojos para ver todo al mismo tiempo. Tampoco me entraba la sonrisa en la cara. Sentía una profunda felicidad de estar ahí. 

Fue un gran debut. Esa noche ganamos 1 a 0 con gol del muñeco Gallardo. Volví a casa y casi no pude dormir esa noche repasando lo vivido.

Después de esa gran semana que viví, puedo asegurar que Copani tenía razón. Sólo me bastó pisar esa vereda para saber que no cabía la posibilidad de imaginarme la vida sin la banda.
Hoy, 8 años más tarde, y después de haber ido muchas otras veces más a ver al millonario, puedo asegurar que esa sensación al subir las escaleras y al entrar al estadio, sigue intacta. Y creo que es la misma sensación que sentimos todos. Esa sensación que no se puede explicar con palabras, pero sé que si algún hincha de River está leyendo esto, sabe muy bien de lo que hablo.

Una pasión millonaria


Que River revoluciona el país ya no es noticia. River Plate es una pasión sin fin y de eso ya nadie tiene dudas, sobre todo los que sentimos esa pasión. No recuerdo el momento exacto en el que comenzó la mía. Desde muy chica me gustaba escuchar los partidos. Eran esos domingos en familia, en los que mi primo Lucas ponía el partido a todo volumen y ahí escuchabamos a nuestro querido River Plate. A decir verdad, yo mucho no entendía, sólo quería que gane River y gritaba los goles con él. Eran épocas en las que no existía "Futbol Para Todos", por lo tanto, cada domingo nuestra adrenalina explotaba al escuchar los partidos por la radio.

Soy de River gracias a mi abuela. Ella, fanática, se encargó de hacerme hincha de River aunque mucho no le costó. El fanatismo lo fui adquiriendo con los años. En parte, por ver a mi querido primo. Sufría en cada pelota y festejaba cada título como si él mismo hubiera hecho el gol del campeonato. En los superclásicos, alrededor de la radio poníamos una tribuna de santos y vírgenes junto a una bandera del más grande. Una locura. Hoy, ya no lo hago, por supuesto, sino que directamente le pido una mano a él, ya que ahora le toca alentar al millonario al lado del barba.

Alrededor de los 14 años, le prestaba mucha más atención. A los 15, ya estaba loca por River. Recuerdo esos lunes en la secundaria con camisetas y banderas. Me había tocado un curso con muchos amigos hinchas de River. Era normal, juntarme con los varones a comentar el partido del domingo. Siempre fue así. No porque me llevaba mal con las mujeres. Pero desde primer grado que las conversaciones femeninas me aburrían. Cuando llegué a primero de polimodal, era un curso totalmente nuevo: con muchos hinchas de Boca; todo lo contrario a noveno. Eran lunes de cargadas y enojos. También habían comenzado las cargadas con mi vecino, hincha de Boca por supuesto. Era gracioso vernos pelear de balcón a balcón.

Así comenzó mi pasión por River, una pasión que parece no tiener fin. Poco a poco crecía más y más, hasta convertirse en la religión de cada fin de semana. Mi religión.