Si del amor por estos colores se trata, no puedo no recordar aquel 26 de junio de 2011, día en el que entre lágrimas te juré amor eterno. River se había encargado de ser el responsable del mejor día de mi vida y también del más triste.
La semana previa a ese 26 de junio, más allá de ser una semana cargada de exámenes, yo no podía pensar en otra cosa que no fuese en ese día. Iba a la facultad y mi cabeza estaba puesta en ese domingo, caminaba y mi cabeza estaba puesta en ese domingo, miraba televisión y mi cabeza estaba puesta en ese domingo. Mi corazón estaba puesto en ese domingo. No tenía alma, estaba acompañando a mi buen amigo.
El miércoles 22 de junio, fue el partido de ida, en Córdoba. No recuerdo detalles de dicho encuentro. Lo vi con el corazón en la mano y con un nudo en la garganta. Nudo que tuve en los próximos 4 días y se desató con un grito de gol. Los posteriores a ese partido fueron días en los que estuve ausente. El día siguiente a aquel miércoles era todo desazón. Tenía apenas una pequeña luz de esperanza de poder revertir el resultado. Luz que se fue encendiendo cada vez más y ese corazón que se había quedado acompañando a mi querido River Plate se había llenado de esperanza y de optimismo. Dicen que con los pensamientos uno atrae los hechos, que si uno tiene pensamientos positivos hay mayores chances de que las cosas marchen bien. Se trata de creer o no creer. Y en ese momento yo quería creer que sí se podía. ¿Por qué no? Somos River Plate, sinónimo de grandeza, con 110 años de una historia exquisita. Claro que los últimos años no habían sido el claro ejemplo de ello, pero un grande es grande y nunca deja de serlo.
Llegó el sábado. Si antes no podíamos pensar en otra cosa, ahora menos. Ni siquiera salimos a cenar afuera como solíamos hacerlo. Quisimos ver una película, pero la mente estaba en otro lado. Queríamos que pasen las horas y que llegue el domingo de una vez. No podíamos más con la agonía. Agonía que veníamos soportando desde hace por lo menos 3 años. Y aunque quería que suceda lo mejor, una parte de mi, quería que llegara ese día para acabar con ese suplicio y que para bien o para mal, volviéramos a empezar.
Al fin era domingo. Día que Dios eligió para descansar y paradójicamente nosotros no lo habíamos conseguido hacer. Estaba despierta desde temprano con el iluso pensamiento de estudiar unas horas antes del partido: tenía un parcial muy importante el martes y prácticamente no había podido estudiar nada durante esa semana. Leí dos hojas y ya no pude leer más. Moría de ganas de estar en la cancha ese día. Tenía mucha fe de que sucedería lo mejor, pero en el fondo sabía que si sucedía lo peor, el caos se iba a desatar. Así fue que mi cuerpo se quedó en casa, pero mi corazón estaba allá. A la hora del almuerzo, casi no comí. Se hicieron las 15 hs. Las cábalas que tuve hasta ese día, no habían servido de mucho así que decidí cambiarlas. Cambié hasta el lugar en el que vi los partidos durante años. El estadio explotaba. Como diría mi abuela: no entraba un alfiler. El clima era de fiesta, como si el marcador estuviese a nuestro favor. A los 5 minutos, gol. Quise gritarlo pero no pude. Salté de la silla, le pegué a la mesa y las lágrimas invadieron mis ojos. Eran lágrimas de esperanza, sí se podía. El equipo estaba muy bien y estábamos a un gol de lograrlo.
¡Eso fue penal Pezzotta! El marcador siguió 1 a 0 y con ese penal no cobrado se desató la locura. Una vez más, nos estaban robando, una vez más quién debe cumplir la función de imponer lo justo dentro del campo de juego, nos estaba robando. Quizás si ese penal era cobrado y convertido, nos poníamos 2 a 0 arriba a los 20 minutos del primer tiempo, la historia hubiese sido otra. Quizás hoy, la historia sería otra. Nunca lo sabremos. Todo se descontroló a partir de ese momento y no podíamos dejar de pensar qué hubiese pasado si ese penal hubiera sido cobrado. Las esperanzas empezaron a desvanecerse y perdí la cuenta de la cantidad de Padre Nuestro que recé durante ese partido. Ya no sabía qué hacer. Se destruyeron totalmente las esperanzas cuando el marcador se puso 1 a 1. El silencio me invadió, si decía una palabra, las lágrimas volverían a dominar mis ojos, pero esta vez no serían de felicidad. Me quedé mirando el televisor con los brazos sobre la mesa y la cabeza apoyada en ellos, pero sólo lo miraba, no lo estaba viendo. En el último rincón de mi, estaba esperando que ocurriera un milagro. Penal para River. Ahora ya no servía, faltaban pocos minutos. Todo siguió igual. Tal vez si el penal no cobrado hubiese sido sancionado, tampoco hubiera sido convertido. O sí. Repito, nunca lo sabremos. Apagué el celular y me desentendí de todo. Las lágrimas comenzaron a caer cuando dije ¡qué te hicieron River, qué te hicieron! No recuerdo cuándo dejaron de caer esas lágrimas. Había pasado lo peor. Estábamos en la B y el estadio, entre dolor y lágrimas acompañaba esa fría tarde de invierno con un “Soy de River, de River, yo soy”. Mientras tanto los inadaptados de siempre rompían mi casa, nuestra casa, y yo que no podía pensar en otra cosa que no fuese dolor, lloraba en los brazos de mi papá. Parecía una nena de 5 años que había tenido una pesadilla. Lamentablemente, esta vez no lo era, era una dura realidad que nos estaba golpeado. Mi papá no sabía cómo consolarme y me decía “viste, no era bueno ser tan fanática”, mientras yo sentía que ahora amaba mucho más a esos colores. Para él también era una exageración mi amor por la banda. Y muchos otros también lo habrán pensado porque para mi (y para muchos más) era un momento terrible, en donde no había lugar para las cargadas, en donde un verdadero hincha de cualquier otro equipo, entendería que no era momento. Sentía que era una situación en la que un buen amigo estaba en estado en coma, situación que no amerita ningún tipo de cargadas y en donde River me necesitaba más que nunca. ¿Cómo no iba a estar si él me regalo tantas sonrisas y tantas alegrías? Así lo sentí yo y así lo sintieron varios de mi alrededor. Claro que nunca faltan los que entienden muy poco de amor a la camiseta y caen en la bajeza de escribir el nombre del glorioso River Plate con faltas ortográficas. Se pronuncia igual y yo lo siento igual. Para mí, River es así de importante. Cuando canto “River, vos sos mi vida” verdaderamente lo siento así.
A las horas de ese terrible momento, encendí el celular y comenzaron a llover mensajes de amigos y familiares para ver si me encontraba bien, ya que todos creían que estaba en el Monumental. Al ver las imágenes no podía creer lo que había pasado y no podía creer cómo había quedado mi casa. Pasó un tsunami por ahí. Parecía una escena cinematográfica dirigida por Spilberg. Todo estaba destruido. Mi corazón también. Me aseguré de que todos estuvieran bien y sin comer, casi sin hablar, me fui a intentar dormir. La noche anterior no había podido hacerlo por ansiedad, esta era por tristeza. No pude ver televisión al día siguiente y lo que era aún peor, no había podido leer nada y el martes era el parcial. Y eso no era justamente lo que me quitaba el sueño. Tal vez el milagro ocurrió ahí porque aprobé inexplicablemente.
Nos robaron. Nos quitaron todo. Nos destruyeron. Mi intención no es hacer política pero todos sabemos que esta destrucción tiene nombre y apellido (o varios). Lo único que nos dejaron, además de interminables deudas, fue esta profunda tristeza a nosotros, los que amamos con todo lo que somos a este club, los que dejamos muchas cosas sólo por verlo, los que siempre vamos a estar.
Cuando creía que no podía amar más a estos colores, llegó esta dura realidad. Hoy, mi amor se triplicó, tri como esos tres tricampeonatos ganados alguna vez. A la distancia puedo ver que el destino estaba marcado, por alguna razón tenía que ser así y teníamos que atravesar este duro momento. También puedo ver que ahora el único objetivo que tenemos es devolver a River al lugar que se merece. Sé que lo vamos a lograr porque River es grande y uno no es grande por no caer nunca, sino por caerse y saber levantarse.
Nunca más pude ver ni escuchar nada de aquel 26 de junio. Cada vez que voy a la cancha, hay una canción que me recuerda ese día, entonces hago silencio y prefiero no cantarla, todavía no puedo hacerlo. Con el tiempo la herida se curará pero la cicatriz se quedará para siempre, recordándonos que fue a nosotros, a nuestras generaciones, a las que les tocó vivir el peor momento de la historia de nuestro club; para contarles y enseñarles a nuestros hijos y nietos que en los peores momentos, sabemos con quienes contamos. Y River Plate sabe que cuenta con 15 millones de personas, que desde todos lados del mundo, acompañan este difícil momento que le toca atravesar a nuestro buen amigo. Acompañamiento que merece un capítulo aparte.
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