
Frase muy cierta del gran Ignacio Copani. Cada religión tiene un templo y este es el nuestro. El Monumental. Mi casa, mi lugar en el mundo. Muchos podrían decir que es una exageración, no lo comparto pero tampoco los contradigo. Recuerdo que cada vez que pasábamos por Figueroa Alcorta y luego doblabamos por Udaondo, mi papá descendía la velocidad y yo miraba el estadio maravillada, con los ojos brillosos, como si estuviese frente a una juguetería. Así era cada vez que pasaba por el Monumental. Y cada vez que teníamos que ir a Capital, a la vuelta siempre le decía lo mismo a mi padre: "Vamos a pasar por la Gloria hoy, ¿no?". La Gloria, así lo llamaba al Monumental de chiquita. Quizás era porque al pasar por ahí el corazón empezaba a latir más fuerte y sentía una emoción única, no lo sé. Uno de esos días que volvíamos de Capital, mi papá estacionó el auto en el anterior estacionamiento de Figueroa Alcorta y Udaondo. Bajamos y yo caminaba sólo mirando para arriba. Llegamos a la entrada principal del club y ahí le preguntó al señor de seguridad qué días y en qué horarios se podía ingresar. Nos informó sobre la visita guiada y al otro día, martes, estabamos ahí los dos, junto con mi primo Nico y mi tío, listos para entrar al mejor lugar del mundo. Entramos por el hall central, lo primero que vi fueron las copas. Comenzamos a recorrer el anillo y luego de pasar por la puerta del vestuario, el guía se frenó ante una puerta y dijo "vayamos ingresando por acá". Era el mismisimo campo de juego ¡estaba adentro del Monumental! No podíamos creerlo. Fue un día extraordinario que culminó con una merienda en la confitería del club y como si fuera poco, con una entrada para ir a ver River contra Nacional por la Copa Libertadores. Había sido el mejor día de mi vida.
Llegó el jueves. Con mucha emoción y con la camiseta puesta desde temprano partimos hacia Núñez. Veníamos por General Paz, bajamos en Libertador y no podía creer ver tantas camisetas de River caminando por la vereda, por la avenida. Por todos lados había hinchas de River. Era increible. Los autos y los colectivos tenian banderas flameando. Estacionamos donde pudimos y empezamos a caminar entre banderas y camisetas. Llegamos a la puerta principal nuevamente, ingresamos y subimos las escaleras del hall. Lo que se siente en ese momento es algo mágico e inexplicable. Es una mezcla de adrenalina, locura, amor incondicional; es tal lo que se siente que mientras subís las escaleras parece como si uno mismo entraría a jugar y a defender esos colores. Inmediatamente estábamos en la San Martín baja. Estaba muy cerca del campo de juego, a la derecha tenía la popular llena de banderas y bengalas. Mi papá dice que no me alcanzaban los ojos para ver todo al mismo tiempo. Tampoco me entraba la sonrisa en la cara. Sentía una profunda felicidad de estar ahí.
Fue un gran debut. Esa noche ganamos 1 a 0 con gol del muñeco Gallardo. Volví a casa y casi no pude dormir esa noche repasando lo vivido.
Después de esa gran semana que viví, puedo asegurar que Copani tenía razón. Sólo me bastó pisar esa vereda para saber que no cabía la posibilidad de imaginarme la vida sin la banda.
Hoy, 8 años más tarde, y después de haber ido muchas otras veces más a ver al millonario, puedo asegurar que esa sensación al subir las escaleras y al entrar al estadio, sigue intacta. Y creo que es la misma sensación que sentimos todos. Esa sensación que no se puede explicar con palabras, pero sé que si algún hincha de River está leyendo esto, sabe muy bien de lo que hablo.